TEXTO DEL CUENTO
LA SOLEDAD DEL CLAUSTRO
CUENTO por Jesús Poveda
I
Apenas
se extinguió la noche, muy obscuro (sic) aún, cuando la madrugada era una
mancha nivea de nubecillas tempraneras esparcidas por él cielo, y éste brillaba
en la penumbra, oyéronse confusos ruidos de sandalias chillonas, chirriar de
pájaros y de rosarios; tropel que por la ya acostumbrada manifestación temprana
en el convento, diríamos ser las cuatro de un nuevo día.
El
sonido de una campana muy quedo, que no interrumpía el sueño sino a aquellos
que por costumbre le esperarían, hacía ver desfilar por una misma calle, larga,
espaciosa, un reguero pronto terminado de fíeles que acudirían a oír misa. Yo también acudí. Entrábamos con paciencia y
nos colocábamos en unos ban- quitos de recia construcción y. aceitada madera,
donde a poco, veríamos salir por una puerta estrecha, baja y obscura, un fraile
de barba larga y blanca, envuelto en una usada casulla de vivos colores de
oropel.
Algunas
beatas, arrodilladas en el limpio y enlosado suelo, junto a la boca de un
viejo confesonario (sic), esperaban la hora de evocar ante un antiguo padre del
convento sus pecados; mientras otras, ya desocupadas, rezaban con un rosario
de cuentas visibles y no cesaban de postrar su mirada sensible ante el altar de
las «Tres Ave Marías».
Terminaron
las ceremonias. Devotas y devotos salían por la misma puerta que entraran, la
que en su vieja fachada de piedra de sillería, de forma circunferencial, lucía
el grabado de un fraile menudo y de un niño pequeño que llevaba en los brazos.
La Iglesia quedaba a obscuras (sic) toda
ella, excepto en algunos rincones donde perpétuamente había unos candelabros
color oro, que debían permanecer encendidos,
pagando con ello la fe cristiana de algún alma pecadora. Un hermano capuchino,
encargado tal vez de esa misión apagaba y encendía velas. Solo yo de los
visitantes del templo quedé allí dentro.
—Hermanito—pregunté
al fraile—, ¿haría el favor de ver si podía hablar con el padre José?
El
hermano, con mucha amabilidad y cortesía, se interesó por mi requerimiento.
Poco tardó en decirme que el Padre José me esperaría arriba en su celda.
Subí
al convento, cruzando pasillos donde reinaba la dicha de ser alejado del mundo
pendenciero y donde podía aspirar el aire agradable y delicioso de la hermosa
Primavera, y al entrecruzar uno, me hallé con el Padre José.
—¿Qué
hay? ¿Qué tal sigue usted, Padre José?—pregunté al viejo alegremente, que
hacía tiempo no había visto.
Y el antiguo Padre me saludó con esa cortesía y dulzura de palabras que
halagan como las de un padre. Además, yo era conocido por éste desde que,
chiquitín, me arrullaba en sus brazos, como mi propio padre lo hubiese hecho
cuando me tuvo a su lado. Ya era viejo como digo, y los años pesaban sobre él
como pesa la carga en el asno poco trabajador. Llevaba barba gris, de un gris
tostado por el tiempo. Sus ojos se cubrían entre los pelos de sus largas cejas,
y su corona de fraile, ya no era corona: era una cabeza limpia por la calvicie.
Sus pies estaban llagados por el duro material de sus pobres sandalias, y ésto
le hacía andar cojeando y condoliéndose a cada instante como un reumático. ¡Pobre
Padre José! Cuando yo le conocí era más joven, no era fraile... solo un amigo
inseparable de un niño que tendría unos ocho años.
Entré
en su celda; no cesaba de llamarme por mi nombre: «Luis, ¿qué es de tu vida,
hijo mío, que es de tu vida, Luis?»
Y así, así pude ir hasta aquella celda
estrecha, poco larga, obscurecida.... En ella había unas sillas, muy pocas, así
como dos o tres; una mesita que parecía ser de despacho y no era, donde había libros
revueltos y abiertos unos, y papeles que tenían unas líneas escritas a lápiz,
en forma de borrador. ¡Hasta la inspiración se le agotaría al padre José E1
que había hecho admirables composiciones poéticas en su juventud...
—Cuéntame,
hombre, cuéntame que estoy anheloso de oirte—me dijo el padre José con voz
melodiosa, dulce, pura como la de un niño. .
—Es
algo «gordo» lo que he de contarle, padre, pero yo no sé si es que la garganta
se me ha secado para oprimir las palabras que había de pugnar por salir de mis
labios.
—¿Qué
es ello?—balbuceó el padre José, creyendo tal vez que Luis debía tener una
historia ruin, acosada por la mendicidad. ¿Acaso tu historia es triste de contar?...
—Sí,
padre; es una historia no mía, sino de otro, y que ha de causarle horror... Y
por eso mismo prefiero no contársela. Yo he venido a hacerle una visita nada
más, porque comprenderá que venir a este pueblo, pisarlos portales de otros
templos y no pisar los de este convento para siquiera verle... después de tanto
tiempo...
—Tienes
razón, hijo mío—apoyaba el padre—; yo no te esfuerzo, no me gusta esforzar a
nadie, pero oye, escucha... Esa historia, ¿de quién es?
—A
mí tampoco me gusta dejar un esquema lastimoso en el recuerdo de ningún viejo,
y por eso... pero en fin, ¡esa historia es de su hijo!...—díjole Luis tembloroso
al padre José y en voz baja, procurando que la palabra HIJO no llegara más que
a los oídos del padre.
El anciano clérigo le miraba extasiado,
absorto; sus oídos quedaron atónitos por unos instantes y sus palabras querían
estrellarse contra aquella expresión de disculpa que no supo responder.
—¿Qué
me dices, Luis? Tú sueñas, tú mientes acaso olvidando de que yo ya no soy aquel
«Don José» que te arrullaba en sus brazos y te quería igual que hoy te […]
Continuará
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