Homenaje a Jesús Poveda

viernes, 12 de octubre de 2012

"La soledad del claustro" cuento de Poveda de 1930

Revista "Voluntad", número 12, 1930, donde publicó Jesús Povedad "La soledad del claustro", está incompleto, la pñágina termina con la coletilla "continaurá" sin embargo el número 13 de "Voluntad", que no se ha encontrado. (Biblioteca Pública de Orihuela), facilitada por su director César Moreno, nuestro agradecimiento).

                                               TEXTO DEL CUENTO

                                     LA SOLEDAD DEL CLAUSTRO



                                 CUENTO  por Jesús Poveda
                           I
Apenas se extinguió la noche, muy obscuro (sic) aún, cuando la madrugada era una mancha nivea de nubecillas tempra­neras esparcidas por él cielo, y éste bri­llaba en la penumbra, oyéronse confusos ruidos de sandalias chillonas, chirriar de pájaros y de rosarios; tropel que por la ya acostumbrada manifestación tempra­na en el convento, diríamos ser las cuatro de un nuevo día.
El sonido de una campana muy quedo, que no interrumpía el sueño sino a aque­llos que por costumbre le esperarían, hacía ver desfilar por una misma calle, larga, espaciosa, un reguero pronto ter­minado de fíeles que acudirían a oír misa.  Yo también acudí. Entrábamos con pa­ciencia y nos colocábamos en unos ban- quitos de recia construcción y. aceitada madera, donde a poco, veríamos salir por una puerta estrecha, baja y obscura, un fraile de barba larga y blanca, envuelto en una usada casulla de vivos colores de oropel.
Algunas beatas, arrodilladas en el lim­pio y enlosado suelo, junto a la boca de un viejo confesonario (sic), esperaban la hora de evocar ante un antiguo padre del con­vento sus pecados; mientras otras, ya desocupadas, rezaban con un rosario de cuentas visibles y no cesaban de postrar su mirada sensible ante el altar de las «Tres Ave Marías».
Terminaron las ceremonias. Devotas y devotos salían por la misma puerta que entraran, la que en su vieja fachada de piedra de sillería, de forma circunferencial, lucía el grabado de un fraile menudo y de un niño pequeño que llevaba en los brazos.
   La Iglesia quedaba a obscuras (sic) toda ella, excepto en algunos rincones donde perpétuamente había unos candelabros color oro, que debían permanecer encendidos, pagando con ello la fe cristiana de algún alma pecadora. Un hermano ca­puchino, encargado tal vez de esa misión apagaba y encendía velas. Solo yo de los visitantes del templo quedé allí dentro.
—Hermanito—pregunté al fraile—, ¿haría el favor de ver si podía hablar con el padre José?
El hermano, con mucha amabilidad y cortesía, se interesó por mi requerimien­to. Poco tardó en decirme que el Padre José me esperaría arriba en su celda.
Subí al convento, cruzando pasillos donde reinaba la dicha de ser alejado del mundo pendenciero y donde podía aspi­rar el aire agradable y delicioso de la hermosa Primavera, y al entrecruzar uno, me hallé con el Padre José.
—¿Qué hay? ¿Qué tal sigue usted, Pa­dre José?—pregunté al viejo alegremente, que hacía tiempo no había visto.
 Y el antiguo Padre me saludó con esa cortesía y dulzura de palabras que hala­gan como las de un padre. Además, yo era conocido por éste desde que, chiqui­tín, me arrullaba en sus brazos, como mi propio padre lo hubiese hecho cuando me tuvo a su lado. Ya era viejo como di­go, y los años pesaban sobre él como pe­sa la carga en el asno poco trabajador. Llevaba barba gris, de un gris tostado por el tiempo. Sus ojos se cubrían entre los pelos de sus largas cejas, y su corona de fraile, ya no era corona: era una cabeza limpia por la calvicie. Sus pies esta­ban llagados por el duro material de sus pobres sandalias, y ésto le hacía andar cojeando y condoliéndose a cada instan­te como un reumático. ¡Pobre Padre José! Cuando yo le conocí era más joven, no era fraile... solo un amigo inseparable de un niño que tendría unos ocho años.
Entré en su celda; no cesaba de llamar­me por mi nombre: «Luis, ¿qué es de tu vida, hijo mío, que es de tu vida, Luis?»
   Y así, así pude ir hasta aquella celda estrecha, poco larga, obscurecida.... En ella había unas sillas, muy pocas, así co­mo dos o tres; una mesita que parecía ser de despacho y no era, donde había libros revueltos y abiertos unos, y pape­les que tenían unas líneas escritas a lápiz, en forma de borrador. ¡Hasta la inspira­ción se le agotaría al padre José E1 que había hecho admirables composiciones poéticas en su juventud...
—Cuéntame, hombre, cuéntame que estoy anheloso de oirte—me dijo el padre José con voz melodiosa, dulce, pura como la de un niño. .
—Es algo «gordo» lo que he de con­tarle, padre, pero yo no sé si es que la garganta se me ha secado para oprimir las palabras que había de pugnar por sa­lir de mis labios.
—¿Qué es ello?—balbuceó el padre Jo­sé, creyendo tal vez que Luis debía tener una historia ruin, acosada por la mendici­dad. ¿Acaso tu historia es triste de con­tar?...
—Sí, padre; es una historia no mía, si­no de otro, y que ha de causarle horror... Y por eso mismo prefiero no contársela. Yo he venido a hacerle una visita nada más, porque comprenderá que venir a este pueblo, pisarlos portales de otros templos y no pisar los de este convento para siquiera verle... después de tanto tiempo...
—Tienes razón, hijo mío—apoyaba el padre—; yo no te esfuerzo, no me gusta esforzar a nadie, pero oye, escucha... Esa historia, ¿de quién es?
—A mí tampoco me gusta dejar un esquema lastimoso en el recuerdo de nin­gún viejo, y por eso... pero en fin, ¡esa historia es de su hijo!...—díjole Luis tem­bloroso al padre José y en voz baja, pro­curando que la palabra HIJO no llegara más que a los oídos del padre.
 El anciano clérigo le miraba extasiado, absorto; sus oídos quedaron atónitos por unos instantes y sus palabras querían estrellarse contra aquella expresión de disculpa que no supo responder.
—¿Qué me dices, Luis? Tú sueñas, tú mientes acaso olvidando de que yo ya no soy aquel «Don José» que te arrullaba en sus brazos y te quería igual que hoy te […]

Continuará

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